El miedo a evolucionar



Vivimos la vida con un miedo constante al cambio.

El tipo de cambios que nos sacuden hasta la última fibra de nuestro ser, esos que empiezan a martillar en nuestra cabeza meses antes.

Lo que popularmente llamamos sexto sentido, la vibración energética o, simplemente -si eres creyente - la guía de Dios, que nos dice cuándo es momento de movernos de lugar. Cuando nuestras acciones deben modificarse y nuestros pensamientos revolucionar.

Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto hacerlo? ¿Cuál es el miedo?

La gente, generalmente, tiene un concepto erróneo del término evolución. Ven la evolución solo como el sistema biológico que permite a un organismo obtener características favorables en un determinado entorno. Una idea que se aleja de la realidad. Si nos ponemos más técnicos, la evolución es un proceso biológico lento, de prueba y error, en el que los organismos buscan adaptarse a los entornos cambiantes.

Muchas veces, esto deriva en características poco favorables fiara su supervivencia,

llevándolos incluso a la extinción.

Los colibríes, esas aves tan cautivadoras, que, por donde pasan, roban miradas con sus colores, el zumbido de sus alas y su anatomía singular, han desarrollado una notable diversidad en la forma y tamaño de sus picos como resultado de la selección natural.

(Paréntesis funcional: la selección natural es el mecanismo principal de la evolución, que establece que las variaciones genéticas que confieren ventajas en un entorno específico aumentan las probabilidades de supervivencia y reproducción de los individuos que las poseen. Y son estas características ventajosas las que se transmiten a las siguientes generaciones, acumulándose con el tiempo y conduciendo a una mayor diversidad).

Como pocos sabrán, los colibríes han co-evolucionado con las plantas para explorar nichos ecológicos particulares, optimizando su alimentación y contribuyendo a la polinización de numerosas especies vegetales.

Sin embargo, la longitud de sus picos, resultado de sus especializaciones morfológicas, se ha convertido en una desventaja cuando se ven expuestos a un entorno que cambia rápidamente. La pérdida de hábitat, la deforestación y el cambio climático han reducido la disponibilidad y distribución de las plantas de las que dependen los colibríes.

Llevándolos a estar en peligro crítico de extinción como el colibrí estrella de garganta azul.

Toda esta parafernalia para exponer que, incluso en la naturaleza, tan sabia, resiliente y poderosa, se cometen 'errores' en busca de la adaptación.

Entonces, ¿por qué nos exigimos tanto si solo somos seres humanos? ¿Por qué esperamos cambiar solo cuando todo está perfectamente calculado?

¿No sería mejor avanzar cada vez que el reloj hace tic-tac, en lugar de esperar a encontrarnos en una situación crítica?

Yo me podría haber ahorrado mucho dolor si hubiera escuchado mi voz interior.

Duré tanto tiempo estática mientras los días pasaban, que el sol me quemó, los pies se me ampollaron y mis cuerdas vocales se bloquearon.

Llegué a un punto en el que cambiar, evolucionar, ya no era opcional.

Estaba terminando la universidad y, en un parpadeo, me vi independizándome: en mi práctica profesional y en un remolino emocional. Ese año le diagnosticaron cáncer a mi abuela, un cáncer de piel muy avanzado. Mi madre, en medio de todo el circo de exámenes, citas y una que otra cirugía, terminó yéndose a vivir allá, en el eje cafetero, un lugar que hasta entonces solo había significado calor de hogar: tranquilidad.

Yo me encontraba descubriendo el mundo laboral, manteniendo mi rutina deportiva al día, cuidando la salud mental de mi prima menor e intentando, con todas mis fuerzas, no ser una carga emocional para mi mamá, sino su hombro cuando quería descansar.

El punto es que todo me pesaba.

Mi entorno cambió rápidamente, al igual que los bosques húmedos de los colibríes.

Y yo no quería procesarlo, no tenía cabeza para mi relación, para mi alimentación ni mucho menos para mi tranquilidad. Quería llorar, me sentía como en esa atracción que te hace dar vueltas tan rápido que dejas de ver claramente lo que hay a tu alrededor.

El mundo cambió, pero yo no.

Mi abuela partió, mi relación terminó, mi prima se devolvió a vivir con sus papás y yo decidí no continuar laborando en ese lugar. Todos siguieron creciendo, evolucionando, adaptándose a los cambios, mientras yo solo miraba. Miraba con miedo, porque nada de lo que pasó lo tenía planeado.

Y si no lo tenía planeado, ¿cómo iba a ejecutarlo? ¿Cómo iba a saber qué paso dar, si nada estaba en su lugar?

Y, peor aún,

¿quién era yo sin un plan?

¿Quién era yo sin una relación?

¿Quién era yo sin mi madre?

Porque antes de que todo empezara, las respuestas eran claras.

Me tocó descubrirlo.

Y, como era de esperarse, la depresión llegó a hacerme compañía durante meses… qué digo, uno que otro año. Todo seguía su curso y yo me aferraba a no aceptar este nuevo ambiente. Y no lo aceptaba por miedo.

Por miedo a escoger una nueva ruta laboral y equivocarme.

Por miedo a buscar otro amor y fallar en el intento.

Por miedo a no ser capaz.

Lo irónico es que la única manera de evolucionar es a través de la prueba y el error, porque si existiera otro camino, estoy segura de que la naturaleza, en su inmensa sabiduría, ya lo habría descubierto.

Es como lanzarse por primera vez a una piscina sin flotador:

el miedo al agua es inevitable, el instinto te dice que puedes hundirte.

Pero en el proceso, sientes en tu piel la caricia del agua, descubres la fuerza de tus piernas para patalear y la capacidad de tu cuerpo para salir a la superficie, flotar y respirar.

Porque, siempre que tengas miedo a cambiar, transformar tus planes, tus ideales, tus pensamientos, recuerda el concepto de evolución.

Recuerda a los colibríes y las plantas, a los guepardos e impalas, al pez piloto y al tiburón.

O simplemente…

mira a tu alrededor.

 

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