Romper la tormenta

 

Me gusta la idea de pensar que nuestra vida es un caminito viejo de piedras en medio de un bosque.

Muchas veces, cuando está nublado y lluvioso, tendemos a perdernos. 

Y no te lo voy a negar: nos invade el miedo.

Bueno, yo estaba así:

sola y pequeña en una tormenta que no me dejaba ni escuchar a mi mente ni guiarme por mi corazón. No sabía lo que quería ni hacia donde iba. Básicamente, andaba con afán e impotencia, intentando esquivar lo que se me atravesaba.

El problema de seguir sin detenerse es que evitamos enfrentar nuestros miedos.

Ignoramos la lluvia de nuestra tristeza, los rayos de nuestra ira y la neblina de nuestros temores. Nos aislamos y perdemos la conexión con nuestra realidad.

Una realidad que muchas veces pelea con la ilusión de lo que deberíamos ser.

En los ojos y palabras de los demás, todo lo que sentía parecía exagerado. Me abrumaba con facilidad: para mi familia, era muy aburrida; para mis amigos, un tanto imprudente y controversial; para mi pareja de ese entonces, simplemente irracional.

Tantas palabras dichas y etiquetas impuestas, terminaron sentando raíces en mi mente y, con el pasar de los años, dieron como fruto creencias limitantes que desencadenaron la mayor tormenta que he enfrentado.

Durante dos intensos y dolorosos años, me aferré a cualquier rama: personas que me amaron, personas que me aman. Creía tanto que me salvaban, me

protegían y me cuidaban, que dejé de hacerlo yo misma.

Y entonces pasó lo que siempre pasa:

querían salvarme, pero no podían, se desilusionaban y me abandonaban.

Como si ninguno de los dos supiera que no se puede salvar a alguien que no quiere ser salvado.

Pero eso es lo que nos hace humanos:

la esperanza de revertir situaciones, personas, sentimientos y, por qué no, el tiempo.

Los ciclos de la depresión son tan malditamente frustrantes:

vas en caída libre, y no hay forma de luchar contra la gravedad que te arrastra al suelo.

Respirar se vuelve difícil, como si asomaras la cabeza por la ventana, cual perro en plena carretera, el viento golpeándote con toda su fuerza.

Y sin embargo, algo aún me retumbaba dentro.

No puedo hablar por todos, pero sí por mí: por la adolescente que "maduró" muy rápido, por la que tenía todo resuelto y sería muy exitosa.

Me retumbaba el amor, y quisiera decir que hacia mí misma, pero no. Me retumbaba la idea de creer en el amor. En un amor como el que describe Emmet Fox:

“No hay dificultad que suficiente amor no venza.

No hay enfermedad que suficiente amor no cure.

No hay puerta que suficiente amor no abra.

No hay muro que suficiente amor no derribe.

Y no hay ningún pecado que suficiente amor no redima.

No importa lo profundamente asentado que esté el problema

ni lo desesperanzador que parezca.

No importa lo enredada que esté la maraña

ni lo enorme que sea el error.

La comprensión del amor lo disolverá todo.

Y si tú pudieras amar lo suficiente,

serías la persona más feliz y poderosa del mundo”

Quería amar, amar sin medida. Construir algo que encendiera una llama dentro de mí. Me tomó casi un año alimentar ese pequeño tambor que sonaba en medio de la tormenta.

Alimentar mi creatividad, mi libertad y mi individualidad.

Para sorpresa de todos, incluso de mí misma, el camino que se despejó era totalmente diferente al que había imaginado. Por supuesto, representaba más obstáculos, más rebeldía y, con los pies en la tierra, más problemas económicos. Pero me recordaba la sensación de una alegría genuina que desconocía. Me mostraba a una persona divertida, servicial y emocional, dispuesta a escuchar.

Y ahí entendí el libre albedrío que nos da Dios en medio de todo su amor: podemos ser todo aquello que queramos. Podemos reconstruirnos y volver a empezar porque su amor no es condicional.

Ahí entendí que el camino no había desaparecido, simplemente me había quedado dando círculos en el mismo lugar por miedo a avanzar.

Toma una decisión, rompe la tormenta y arranca ya.


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