El eco de quien fui, la voz de quien soy



Es normal escuchar la frase:

"No me importa lo que digan los demás",

en un tono sobrado, jactándose de una supuesta independencia social.

Pero, ¿qué tan cierto es esto si nuestro cerebro está programado para buscar validación?

Desde un punto de vista evolutivo, el ser humano es una especie altamente social, simplemente porque su supervivencia ha dependido de ello.

De hecho, la neurociencia ha demostrado que el rechazo social activa las mismas áreas cerebrales que el dolor físico, justo en la corteza cingulada anterior.

Por eso tendemos a esconder nuestras manías, nuestras creencias, nuestras pasiones, incluso aquellas cosas que amamos pero que podrían parecer infantiles, ridículas o simplemente desconocidas para otros.

En mi adolescencia, aparentaba sentirme realizada: una niña de casa, estudiosa, disciplinada, con opiniones tradicionales y correctas. Pero siempre me sentía aplastada por una presión invisible, como si tuviera libros pesados sobre el pecho. A diferencia de algunos, esto no venía del colegio ni de la sociedad, sino de mi propio hogar.

Los voy a contextualizar.

Mis padres nunca se casaron, tenían una relación amable, pero conforme el tiempo fue pasando, yo me fui alejando. Alejándome de los sábados en el apartamento de soltero de mi papá, de sus sándwiches de pavo y huevo al desayuno y sus inmensas ganas de jugar.

No les puedo decir que no fuera amoroso, tampoco que no quisiera estar presente, pero era una niña, era maleable y no sabía distinguir entre mi verdad, la que veía y vivía, y la que un adulto criticaba: la figura de poder en mi hogar, el esposo de mi mamá.

El esposo de mi mamá apareció a mis 4 años, una persona que me amó, quiero pensar de la mejor manera posible que pudo, pero me jodió.

Era la definición de una persona egocéntrica, incapaz de escuchar y centrado solo en su verdad. Ahora que estoy obligada a sanar, creo que simplemente no tenía las herramientas para ser mejor "papá" .

No le gustaba que hiciera mucho ruido al jugar, que desordenara las cosas, las ensuciara por estar explorando y, mucho menos, cuando me invadía un ataque de felicidad.

Había días donde podía hablar, decir: ¿cómo estás?, ¿me enseñas?, ¿qué haces?, ¿puedo cocinar? Y otros días donde con tan solo saludarlo, se irritaba a tal punto que gritaba;

Gritaba lo inútil que era, lo malcriada, lo mucho que dependía de mi mamá; en resumidas cuentas, que estaba dañada.

Así que aprendí a callar.

Hasta el día de hoy, lucho muchas veces con hablar.

Y lo quise tanto... con la inocencia con la que cualquier niño ama.

Creo que durante toda mi infancia y adolescencia al lado de él, modifiqué mis gustos, mis características, mi forma de caminar, de hablar y, si hubiera podido, también habría cambiado los rasgos físicos que heredé de mi papá: mi pelo crespo y desordenado, mis pestañas largas y expresivas, y la pasión latente en mi corazón por el arte.

Por dibujar, pintar, cantar y bailar.

Luché mucho conmigo misma y, en el proceso, perdí amistades, perdí la conexión con mi familia -que de seria y ordenada no tiene nada- Todo por ser aceptada por él.

Perdí mucho tiempo, derramé muchas lágrimas y, al final, nunca fue suficiente.

Los arrebatos de rabia siguieron ocurriendo, las opiniones tajantes y fuertes se escucharon en todo mi apartamento, y la ira y dolor de toda mi experiencia se volcó sobre mí misma.

No confiaba en mí,

en mis capacidades,

en mis opiniones

ni mucho menos en mis sueños.

La presión escaló hasta tal punto que todo se rompió.

No quería seguir acá, no de esa manera.

Ideas oscuras rondaron mi cabeza. Hubo intervenciones, relaciones rotas, soledad, tristeza y mucho, pero mucho dolor.

En ese vacío, me encontré con una verdad innegable:

había perdido la capacidad de decidir por mí misma.

No era libre, no era suficiente y no me sentía parte de nada real.

En ese instante comprendí que algo dentro de mí no funcionaba como debería. No era solo una sensación pasajera, era la ausencia de algo esencial.

Había fallado en cada uno de los pilares que necesitamos los seres humanos para sentirnos plenos, auténticos y equilibrados. Esto es lo que se conoce como la teoría de la autodeterminación, donde se exploran tres necesidades psicológicas básicas.

La primera y más importante es la autonomía: la necesidad de sentir que elegimos nuestra vida. Claramente, yo no estaba en ese camino, estaba más bien en una prisión autoimpuesta porque, seamos realistas, él no me obligó.

Hay gente que pasa por la misma situación y es lo suficientemente valiente para mostrar rebeldía.

La segunda es competencia, la necesidad de sentirnos capaces y valiosos, y es que cuando nuestro entorno constantemente nos desvaloriza o minimiza, nuestra competencia se ve afectada, nos volvemos inseguros, con miedo al fracaso y una sensación de insuficiencia gigante.

Ya sabemos, porque en mi cerebro esa idea resonaba sin cesar,

como cuando se te pega una canción que ni te gusta, pero no puedes dejar de tararear.

La tercera es la conexión, la necesidad de sentirnos vinculados con otros de forma genuina, porque sinceramente no basta con estar rodeados de personas, sino que necesitamos relaciones auténticas donde nos sintamos aceptados tal como somos.

Y yo estaba demasiado concentrada solo en una, de hecho, y con vergüenza a aceptarlo, hubo un punto donde me estaba convirtiendo en él. Hablando despectivamente, muy irritada y desquitándome con el primero con el que hablara.

Así que tuve que empezar a jugar;

mis días empezaron a resumirse en experimentar qué me gustaba realmente, como cuando un bebé descubre nuevos sabores, texturas y sonidos.

Fueron días de demasiada introspección; pintaba, leía, entrenaba, meditaba. Ya había llegado al punto más bajo, así que no tenía miedo a vivir lo que fuera, me iba a amarrar de cualquier herramienta científica y/o holística, que me abrazara.

Mi apartamento sufrió toda una remodelación, la forma de llevar mi pelo y mi ropa cambió y,

¿por qué no?, un tatuaje por acá y otro por allá para romper esa imagen autoimpuesta de niña perfecta.

Todos estos cambios, más allá de definirme hoy en día

(paréntesis: porque creo que podemos cambiar todas las veces que sea necesario),

me ayudaron a procesar todo el rencor y dolor emocional.

En mi caso, la creatividad fue el canal de libertad y sanación para mi identidad.

Me descubrí en el arte, en la música, en el movimiento.

Me permití empezar de cero, no ser perfecta y confesar que no tengo idea.

Y el proceso fue largo, pero tan enriquecedor. Conecté con personas hermosas que, en parte, ayudaron a moldear mi caminar.

Me lancé al agua con todas mis fuerzas para cumplir mi sueño y, posiblemente, el sueño de mi abuela que, desde el cielo, me observa.

Y descubrí nuevos matices de mi personalidad, la nobleza irreparable que cargo por herencia, lo románticamente empedernida que soy y la plenitud que siento con la brisa, el sol y una noche despejada donde veo a la luna, por la que tengo una extraña obsesión.

La autenticidad: la capacidad de ser fiel a uno mismo.

A mis ideas descabelladas y mis ganas de probarlo todo: hoy escalar, mañana hacer cerámica, y

¿por qué no? explorar una que otra montaña.

La autenticidad: un proceso de vulnerabilidad en el que aceptamos mostrar nuestras fortalezas con orgullo y nuestras debilidades como aspectos a mejorar, y ¿por qué no? sanar uno que otro trauma.

La autenticidad: la valentía de no vivir condicionado por nadie más.

De hacer lo que nos pegue la gana, lo que nos haga suspirar y lo que a nuestro corazón haga acelerar.

 

¿Te encantó el escrito y lo quieres tener en físico? Escríbenos por WhatsApp y te contamos cómo tenerlo en tus manos 💌